El sacerdocio de María


El sacerdocio de María
                María, porque así se llaman todas, aunque haya un océano que las separe, nos abrió la puerta después de la breve presentación del hijo mayor de Lucy. En Cobres todo tenía que ver con esa mujer que su vitalidad quedaba reflejada con sus ocho hijos, sus lanas y tejidos y en la comunidad Atacama a la que peetenecía, pero que no era suya. María estaba orguyosa del grande patio que había que servía tanto para juegos como para recibir a las personas. Algún mural y algún eslogan patriótico adornaban las paredes. Su orguyo seguía en la cocina, que fue lo siguiente que nos enseñó, limpia, iluminada, espaciosa, dijo. Sí, era una cocina donde a uno le venían ganas de perderse horas entre cacerolas y sartenes. Las habitaciones, como tenía que ser, por un lado los chicos, conté unas seis literas. Pero solo se quedan a dormir cinco. Las chicas al final del pasillo, ¿diez eran las literas? Duermen seis chicas, dijo automáticamente la mujer. No vi su habitación. Quizás no era algo que ella quisiese enseñar. A los desconocidos tampoco hace falta mostrar la intimidad al primer momento. En cambio, no estaba orguyosa del museo, lo dijo como de pasada, una pequeña puerta lateral, en un pequeño pasillo, abría una sala pequeña. Yo me interesé y el hijo de Lucy abrió esta sala de la escuela de Cobres, de la que él si se sentía orguyoso. Mire, es que María es el primer año que trabaja aquí, me dijo como justificándola. En cambio, yo he sido uo de los que más a colaborado a juntar piezas. Y de piezas había y muchas: puntas de flecha, vasijas de barro negro, palas de piedra, restos humanos. Cobres era un pueblo pequeño con una gran historia detrás. Las tres aulas que rodeaban el patío central, terminaban todas las estacias de la escuela centenaria del asentamiento puneño.
                Tres aulas, un museo, los baños, claro, cocina, habitaciones de chicas y chicos. Ahora si que me faltaba algo. No quería ser indicreto, pero mi curiosidad quería ser saciada. Disculpe María, pero usted donde duerme. Se lo dije cuando justo pasábamos por el cuarto de las niñas. Aquí señaló ella con toda naturalidad. Doy lecciones, como con ellos, durante el recreo estoy con los niños, meriendo, miro que estén bien, que no les pase nada y después de cenar los llevo para dormir. A los chicos y a las chicas, aunque yo solo duermo con ellas, claro. ¿No va nunca a casa? Quiso saber mi curiosidad, aunque presentí que su casa era la escuela. No tengo tiempo, respondieron sus ojos con la dulcura de la naturalidad. Si tengo que llegar a Anta, donde vivo, el viernes cuando el último chiquillo sale para su casa, no me da para cojer el colectivo hasta el sábado por la mañana  luego no me merece la pena. Me quedo aquí todos los fines de semana. Vivo aquí.
                Era el momento de despedirse. Saludé a María, la maestra de tercero, cuarto y quinto grado de la escuela de Cobres, con un fuerte apretón de manos y un beso en la mejilla que quiso demostrar mi admiración. No se si ella lo notó y tras de nosotros cerró la puerta suavemente para quedarse en su sacerdocio.

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